No tengo la más remota idea de cómo acabará todo esto. En algunas horas nos volvemos a encontrar y pasados unos días llega el final. Será en Barcelona, mi nueva ciudad, en la cual me siento propio y ajeno. Ahora mismo estoy sentado en la cima de los Bunkers y pienso en la cómica coincidencia de que un sitio con este nombre sea ahora mi lugar.
Hoy me levanté alterado. Sonó el teléfono, la washboard, Agustin, que el envío, que los pagos y que si mi hermano estaría allí todo el día. Saludé a mi vieja, me preparé un desayuno digno de un puercoespín en la montaña, cerré la puerta de la cocina y encendí el televisor. Recuerdos vintage, retos, virus y peleas. La puerta quedó entreabierta y, como un hilo que pende de una pizca de sal, dejaba entrever notas de silencio incómodo y furtivo.
Barcelona: la ciudad donde entendí que a mi también me correspondía la felicidad. Quizás fue simple testigo de aquello, pero prefiero pensar que con su libertad, su historia de luchas y conquistas y su heterogeneidad aportó lo suyo en este camino que empecé en Octubre del año pasado.
Ahora con Gustavo en el cargo todo será más sencillo. Es un tipo ecuánime, trabajador, honesto y muy capaz, justo lo que se necesita por estos tiempos. Es increíble la cantidad de cosas que perdimos en estos últimos meses. No puedo creer estar caminando por estas calles todavía desiertas. La gente no sale, tiene miedo. Supongo que es normal. Y me gusta un poco, a decir verdad. La pintura fresca, el ruido de las hojas cayendo, persianas que se levantan de optimismo, la montaña en el horizonte que parece más cercano y el gusto a mar en el olfato…
Él la miraba dulcemente fracasar en su intento por hacer la plancha. Marta llevaba sus lentes de sol, que se le subían a los cabellos ante cada intento. Tragaba un poco de agua salada y reía, volviendo a reincorporarse para intentarlo de nuevo, y buscando esa mirada cómplice de su compañero que tanto la acompañó a lo largo de todos estos años y que anheló por tanto tiempo. Por momentos nadaban, por momentos se abrazaban. Todo bajo el invierno cálido y exuberante de la Costa Azul.
Un cuento en que me metan a una obra. Quizás empiece sin final, pero confío en mi andar, siempre llego a puerto. Estoy paseando por la calle, me agarran dos tipos, me manosean, me levantan de mis extremidades y me llevan para adentro. Show empezado, luces que apuntan al escenario, dos o tres actores de reparto y ahí me encuentro. Parado, con las luces que me queman la vista, mirada aturdida y postura congelada.
Desde que volví de Francia soy otro. Yo no sé si algo me ata con ese país o es simplemente que algunos sucesos cambiaron mi vida para siempre. Venía de tres meses de emigrar a una de las ciudades más hermosas del mundo, a una ciudad que yo mismo describí tiempo atrás (y sin siquiera imaginarme que alguna vez la habitaría) como “posiblemente una de las ciudades perfectas para vivir”. Estoy hablando de Barcelona. Pero no la pude, no supe, disfrutarla. Pasé horas y horas encerrado estudiando. Cuando llegaron los exámenes, llegué a enfermarme. Perdí cerca de 9 kilos. La posibilidad de reprobar y ser un rotundo fracaso en la empresa que me trajo hasta acá me golpeaba constantemente la cabeza, el sueño y las ideas.
Es mi séptimo día en París. Se pasó volando, mierda. Me quedan aún dos días, pero siento que no bastarán para encontrar el tesoro que busco: la esencia de la ciudad. Tercera visita sin éxito, pienso. El 30 de diciembre me había comprometido a dejar el apartamento de los amigos de mi prima Nina, en el barrio de Bercy, el XII arrondisement. Vengo de un viaje largo, no en términos nominales, pero sí en cuanto a intensidad y agotamiento.
No pienso ahondar en detalles, ni creo que sea menester así proceder, pero me permito un breve resumen de lo que sucedió con aquella valija antes de aterrizar en Dublin.