Edimburgo: Una Experiencia Atemporal (Primera Parte)

Para poner en contexto: llegaba desde París, la que es quizás mi ciudad predilecta en el mundo. A Edimburgo le tocaba una ardua y complicada tarea, pues no podía sucumbir ante la alborotada somnolencia que produce toda despedida de la capital bohemia. Y, a decir verdad, no lo hizo nada mal…

Mis dedos sufren la angustiante tentación de escribir alguna metáfora estúpida para describir la esencia de esta ciudad. “¡Especie en extinción! ¡Viaje a la Edad Media!”. Por más que proteste, hay veces que ciertos viajeros, aunque desde la escasez, no erran en sus avispadas descripciones. Edimburgo es realmente un bicho raro, una suerte de escapatoria para aquellos agobiados de tanta naturaleza humana. Mentiría si alegase conocer de su existencia previo a mi viaje. Quizás habré escuchado su nombre alguna que otra vez, pero eso es algo que mi endeble memoria no me permite recordar. Cuando armé este viaje, la idea inicial era hacer Barcelona, París, y dirigirme para el lado de los Países Bajos. Conocer Amsterdam, Bruselas, Brujas, y cualquier otra ciudad de tan elevado encanto como las recién mencionadas. Pero un día, leyendo en un grupo de Humanos Abrumados de Rutina y Existencia, di con la remota idea de irme a descubrir las tierras de Joyce. Disfrutaba de una exquisita cerveza importada en casa, como acostumbro hacer en mis días libres, y me dije “no se hable más, a por una Guinness en algún callejón de Dublín”. Así fue como empecé a desandar todas las decisiones que había ya tomado y me emprendí en la tarea de planificar mi viaje por esos rumbos. Glasgow, Manchester, Liverpool… ¡Edimburgo! Vi que muchos viajeros hablaban maravillas de esta ciudad y no me quedó otra opción que investigar. Rápidamente supe entender que se trataba de conocer Escocia, la tierra de Adam Smith, de Sean Connery, de Willy, de Irvine Welsh, por lo que no fue poco mi instantáneo entusiasmo. <<Cuántos lugares por conocer y qué poco es el tiempo libre que nos regala este absurdo orden mundial. Libertad es decidir>> pensé, y, en cuestión de unos minutos, ya tenía el pasaje de avión en mi haber.

Somnolienta Llegada

Cargado de una mezcla de angustia, tristeza y dolor que toda persona que haya dejado París sabrá reconocer (y que podrán apreciar acá), aterricé en el aeropuerto de Edimburgo. Esperaba encontrarme con algún muchachote de barba roja, poco pelo y agotada paciencia que me regañe por la falta de algún documento o simplemente por no poder hablar de manera refinada su idioma. Sin embargo, lo que ocurrió fue todo lo contrario. Un afable caballero con bigote de admirable longitud recibió mi documentación, confirmó sin desprecio su veracidad y me indicó con una amabilidad ya obsoleta cómo dirigirme para el lado del Castillo, que quedaba a metros de mi alojamiento. Anoté rápidamente en mi bloc de notas “conocer mundo=chau prejuicios”, para desarrollar luego en algún momento, y me marché para la cinta de equipaje. Empezaba ya a agradarme este nuevo lugar.

Luego de conseguir mi valija, seguí adecuadamente las instrucciones del cálido escocés y llegué a la parada del tranvía de envidiable precio que conecta el aeropuerto con la ciudad. Me senté en el último vagón y fui charlando con algunos integrantes de la juventud Pica Boletos. Su acento de alargadas vocales e indescifrables palabras endulzaba mis oídos, y me predisponía de generosa manera para lo que me tocaría afrontar minutos más tarde. Veía, por la ventana que tenía frente a mí, ráfagas de paisajes que mutaban rápidamente de aspecto, forma y color con el transcurso del viaje, y que no hacían otra cosa que tornarse cada vez más intrigantes y atrapantes, lo que me motivó un repentino impulso que me llevó a sacar mi diminuta cámara filmadora. Me dispuse a grabar un buen timelapse (tipo de videos que procuro no volver a realizar) del recorrido completo con la Go Pro (tipo de cámara que procuro no volver a utilizar). Dejé la cámara quieta en la ventana que daba a mis espaldas y retomé la interesante charla que estaba teniendo con los “encargados” de mi vagón. Algunos inconvenientes, que bien podrían haberme costado muy caro, me obligaron a cortar la conversación y concentrarme en llevar la cámara en una de mis manos. Fue una tarea extenuante. Dado que no me agradaba la idea de ir arrodillado en el asiento mirando para afuera (lo sentía un acto de suma inmadurez) y, puesto que mi luxo-susceptible brazo izquierdo no me permitiría tal aventura, tuve que llevar la cámara con mi brazo derecho envolviendo por la parte frontal mi cuello entero. Así es como fui finalmente apuntando la filmación hacia fuera, donde se sucedían y se superponían divinas postales en continua fluctuación y movimiento. La maniobra se tornaba aún más complicada si se tiene en cuenta, y como estimo el lector fácilmente podrá imaginar, que el video debía quedar extraordinario, y cualquier interrupción o brusco movimiento lo hubiese arruinado. Empero, no fue nada que la buena aventura y el desparpajo de cualquier viajero no pudiera lograr.

El viaje continuó. Yo iba retorcido hacia mi lado izquierdo, como acostumbro hacer, siempre sosteniendo firme la cámara, y sentía la perturbante mirada de incomprensión de algunos pasajeros, pero nada me privaba de experimentar ciertas sensaciones nuevas y totalmente desconocidas para mi persona. Llevo tiempo leyendo y estudiando sobre la realidad, sin embargo, puedo asegurar que jamás leí ni vi algo que se asemeje tanto al ideal. Era como si estuviera presenciando la utopía misma desde el interior del tram, como se le llama a este inocuo vehículo. Todo sucedía a velocidades estrafalarias pero que, así y todo, me permitían apreciar lo que estaba ocurriendo. Pasamos por las afueras de un estadio en construcción, y la gente esperaba para cruzar el color adecuado del semáforo. Los obreros sonreían. Las siluetas del pasto danzaban lenta e incesantemente al compás de la brisa. Las nubes no se escondían, pero tampoco se negaban a compartir tiempo y espacio con el sol, creo yo, para no privarnos de luz y energía. No veo rey en busca del poder absoluto, ni gente luchando por derechos perdidos, ni nobleza enferma por ascender. Los paisajes se equilibran, se rearman y se conjugan de manera constante, en pos de lograr en los espectadores una mayor atracción por el pretendido centro de interés. Siempre, se mire donde se mire, nuestro ojo se dirigirá al punto más importante de la escena. Presiento que algún pintor famoso o algún maestro de la fotografía fue quien sentó las bases de esta ciudad.

En el horizonte, estudié velozmente el comportamiento de las montañas, y supe entender, no sin reflexionar despabiladamente, que habían sido creadas en evidente analogía con la historia misma del país. A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, las montañas y los montes decrecían, al punto tal de transformarse en una constante con el movimiento en el eje tiempo. Por lo poco que leí, la historia de Escocia fue tumultuosa y conflictiva en sus principios, logrando picos máximos en tiempos de las pestes, las luchas por la independencia, la Revolución Gloriosa y las Revoluciones Industriales, y luego fue serenándose hasta llegar a la actualidad, que es hoy de paz y armonía, no obstante la hechizante lucha independentista.

De repente, se empezaron a vislumbrar las primeras figuras medievales. Comencé a percibir aquello que esperaba encontrar en esta localidad. Casonas milenarias, coches antiguos, palacios en ruinas, animales exóticos de cuernos y cabello rojizo pastando a cada lado de las vías y, principalmente, los vestigios que le dan forma a la estructura de fortaleza amurallada que posee este hermoso burgo. Recordemos que Edimburgo es un pueblo que se erige alrededor del gran castillo y que, por temor a invasiones en épocas de feroces enfrentamientos con Inglaterra, se empieza a circundar por grandes murallas que protegían a la ciudad entera, y que a la vez servían como herramienta de control para el fisco, al funcionar como una suerte de frontera comercial. Imaginaba perfectamente la clase de personas que habitaban en los palacios, en las grandes mansiones, en el mismo castillo. Veía en mi cabeza cómo se paseaban señoritas de color por su interior, seguidas por atolondrados caballeros de puntiaguda nariz, desesperados por cumplir con la debida atención; señores de estatura exorbitante y lacio cabello, sirviéndose sus propias bebidas calientes; caballos de sucia y exuberante personalidad, paseándose encima de torturadas y encorvadas espaldas humanas; perros desquiciados de raza confusa corriendo de aquí para allá, molestando a niñitos y niñitas de aspecto amable y educado; y otra serie de escenas totalmente cotidianas que no sería preciso aquí abordar. Que importante es la primera impresión.

Aproximación a la Reality

Sin embargo, el aroma a urbe ya me empezaba a asfixiar. Nos acercábamos a lo que, presumía, sería el centro de la ciudad. El lugar se tornaba cada vez más pintoresco, pero ya no parecía todo tan cálido y extramundano. Una batalla de contrastes se proyectaba por las ventanas, lo que no hacía más que aumentar exponencialmente mi ansiedad. No comprendía si lo que estaba sucediendo afuera estaba pasando en verdad. Me hallaba maniatado, privado de estar disfrutando de ese inefable exterior. << ¿Me molestará la luz del sol?>> me preguntaba platónicamente. <<Es mi entusiasmo, lo sé. El mundo no puede ser tan hermoso, y si lo fuera, estoy seguro de que no sería yo el privilegiado de estar disfrutando semejante genialidad. Mi destino está en manos de este tranvía. Me pregunto si estas almas imaginan las manifestaciones que se presentan por mi alma, si comprenden las cosas que se cruzan por mi cabeza. Me encantaría compartirles un poco de esta felicidad y de esta incertidumbre preciosa. Acá no hay desiguales, se ve el cielo, se respiran milenios. No, no puede ser cierto, no para mí>> y, de repente, un señor con falda se me acerca sigilosamente. Okey, estamos en Escocia. Se frenó unos breves segundos ante mí, como esperando algún gesto de mi parte. Traté de esquivarle la mirada, pero al ver que no funcionó, aproveché para preguntarle dónde quedaba la Princes Street, antes de que se me adelante y me pregunte por mi opinión acerca de “La Riqueza de las Naciones” o de “Trainspotting”, tarea para la cual no me sentía sinceramente preparado.

— Excuse me, do you know where´s the Scott Monument?

— Yeah, you should get off the bus now, follow me.

Agarré estrepitosamente la cámara, paré el video y me alisté para bajar del tram. Tenía que ser un video que provocara buenas reacciones virtuales en las redes, y tengo la sensación de que lo hubiera logrado con holgura y elegancia, pero me encontraba en un grado tal de excitación psico-sociológica que preferí abortar su revelado. ¿Para qué traer tan maravillosa criatura a tan desdichado mundo? Decidí que era mejor guardarlo en los recuerdos y dejarlo que deambule por el imaginario de los bellos callejones de su ciudad natal. Finalmente, descendí tras el señor de kilt, la típica falda escocesa, quien me señaló el camino en dirección al monumento en homenaje al novelista Sir Walter Scott.

Descenso a Tierra

Los primeros instantes fueron de algarabía, limerecencia y alegría por haber comprobado que todo aquello que veía realmente existía. Me preocupaba por no hacer el ridículo a las vistas de los ciudadanos que me rodeaban y por no permitirle la entrada a ningún insecto en mi asombrada mandíbula. A la vez, prestaba atención a todos los rostros que se me cruzaban y, no voy a negarlo, me regocijaba un poco el hecho de ser merecedor de semejantes emociones en medio de tantas expresiones de rutina. Inclusive, llegué a sentir una especie de pánico al ver como algunos de mis valores fundamentales se me desmoronaban y se vaciaban de toda identidad y relevancia. Me hallé confundido al percibirme como el gran beneficiario de tanta desigualdad, pero pronto pude descubrir mi deseo y me dejé llevar.

Luego de unos segundos, bajé los pensamientos a tierra y me di cuenta de que había bajado mucho antes de lo que debía, muestra clara de mi tenaz ansiedad por palpar eso que acontecía fuera del tren y que yo parecía no poder dilucidar si poseía existencia fáctica, o si formaba parte de algunas de las ideas románticas que me hago en la mente cuando paseo por ciertos lugares. Creo que jugó en contra también el hecho de que íbamos del lado del New Town y sentía quedar en el camino lo que luego entendería que era el Old Town. Aquí me parece necesario aclarar que esta noble capital se halla dividida estupendamente en dos mini ciudades: la Old Town, la parte vieja, la de la historia, la de las leyendas, las pestes, los closes, los callejones subterráneos; y la New Town, la ciudad nueva, de planeada urbanización, que se levanta hacia 1750 aledañamente a las murallas del castillo. El grado de reclusión de la ciudad provoca que, para esas épocas, la densidad de la población comience a ser desmesurada y se hacine. La peste, las enfermedades, las infecciones y los incendios son moneda corriente, y es por esto que se decide la creación de una nueva ciudad (continuación moderna de la ciudad vieja) por afuera de las murallas. Además, ya en los primeros años de ese siglo, Escocia se une a Inglaterra, y no era necesario seguir protegiendo la ciudad con semejante grado de hermetismo.

En ese entonces, ni siquiera imaginaba qué poseía en sus interiores la parte vieja de la ciudad, la medieval, y al bordearla por la derecha, me angustiaba la incertidumbre de no saber si me tocaba ir para allá o hacia dónde iría a parar, ya que no había tenido el tiempo suficiente como para estudiarme el mapa y guardarlo en mi encrucijada mental, como hago en cada nueva ciudad. No quería perderme ese espectáculo. Veía el castillo gigante a lo lejos, pero, a decir verdad, no podría haber confirmado con suficiente grado de certeza (aunque suponía) si ese era el que quedaba a metros de mi destino, o alguna otra construcción arcaica, a las que, de alguna manera, ya me empezaba a acostumbrar.

En suma, había visto que el Scott Monument quedaba cerca de mi hostel, me bajé, pero claro, si bien se veía a no demasiados metros de distancia, había que cruzar toda la fortaleza que protege al castillo para arribar a destino. No conté con el tiempo necesario como para obtener la invitación de las autoridades competentes previo al viaje, por ende, tuve que bordear toda la fortificación para poder llegar finalmente al Castle Rock, mi hotel alojamiento. Especulé con hablar con los guardias de seguridad y contarles un poco sobre quien les habla, en mi afán de generar rispideces por doquier, pero no quise provocar rechazos ni levantar suspicacias en esta meliflua sociedad, por lo tanto, fui arrastrando mi valija de 25 kilogramos, 18 de los cuales pertenecían a cervezas artesanales francesas, por la curva ascendente por largos y tediosos minutos, como cualquier mortal lo hubiese tenido que realizar.

To be continued…

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