Otro viaje nos reencontrará, Abuelo querido

Siempre fuiste mi preferido. Todo el tiempo te busqué y siempre te encontré. Te admiré desde chiquito, sin siquiera saber quién eras y qué decías. Te admiraba cuando me ganabas las carreras de comer tallarines en esa mesa de madera redonda mal ubicada que tenían. Te admiraba cuando resistías estoico a los embates familiares en esos almuerzos muchas veces divertidos, cuando me hacías trampa de una manera tan mágica y etérea y cuando me enseñabas cosas de la religión siendo el más ateo del planeta. Me enorgullecía cuando veía con el afecto que te saludaba todo el mundo, y me fascinaba cuando agarrabas tus binoculares, te ponías tus guantes de cuero negro y estacionabas en la costa a ver el mar y escuchar jazz con el horizonte como compañía. Te admiré cada segundo y no exagero. Y te admiro porque te vas a tu manera también. Hace un mes parecía que nos dejabas y, sin embargo, empezaste a mejorar. No te ibas a dejar vencer así nomás, si tenías que perder al menos ibas a molestar.

Terco, peleador, alegre, simpático, cerrado y hermético pero abierto y flexible a la vez, testarudo, curioso, molesto y adictivo en dosis equitativas, atento, culto, niño y divertido. En muchas cosas somos muy parecidos. Cultivé con perseverancia tus virtudes y siento que repito algunos de tus defectos que tanto me entretenían. Para todos eran defectos que te catalogaban, para mí simplemente eran tu forma de llevar adelante todo esto. A mí me divertían, qué va. Y cómo llevaste adelante la vida… nunca comprendí esas ganas de vivir que tenías. Te caíste mil veces y casi te nos vas en varias, pero seguías y seguías. Muchas veces tocamos el tema de la muerte, era algo que te asustaba. Hacías chistes, jodías, como esa vez que te me despediste en el hospital, pero bien sabíamos que te atemorizaba y le huías. Querías vivir, siempre quisiste vivir. Nunca sabré si primaba ese temor o si sencillamente adorabas estar ahí, con tu sonrisa pícara de paletas divorciadas y tus anteojos de lata. ¿Por qué seguías? ¿Qué te faltaba? Qué chanta sos, indescifrable e impredecible como las salidas de Cantinflas que tanto nos divertían. Tan abierto como misterioso, te fuiste sin contarnos de dónde viniste y cómo te hiciste camino solito hasta llegar a tener esta linda familia. Intenté varias veces atraparte y te me escabullías. Pero te olvidaste que desde chiquito aprendí tus manias, mi tahúr querido. Ya veremos quién termina ganando esta partida. Quizás me toque dejarme vencer después de tantas victorias, porque así es la vida.

¿Te acordás como festejé esa vez que me dejaste ganar por primera vez en el chinchón? Cómo te gustaba jugar. Chinchón, casita robada, triominó, veo-veo en la ruta. Nos volvíamos de Las Grutas y yo te traje un humilde regalo, probablemente el más acertado de mi vida. No tendría más que 7, 8 años y yo estaba feliz de regalarte unas cartas porque sabía que las adorabas. Un regalo simple, como las cosas que vos disfrutabas, pero que desde aquel momento nos unió y ayudó a forjar el hermoso vínculo que construímos. Cartas de Dinosaurios, mi película favorita. Un sábado me quedé a dormir con ustedes y me enseñaste a jugar al chinchón con esas cartas. Me costó al principio, pero tu paciencia siempre fue sabia. Antes de las cartas ya eras alguien muy especial para mí, ya eras mi héroe. Me acuerdo cuando animaste uno de mis primeros cumpleaños con tu magia, el de los cuatro o cinco años. Te subiste al escenario, hiciste algunas figuras con globos y todos te miraban obnubilados. Yo me sentía tan gigante ese día… es uno de mis primeros grandes recuerdos de la infancia. Sin embargo, fue con las cartas que empezamos a crear ese lazo tan mágico y maravilloso que hasta el último momento disfrutamos. Cada sábado me iba antes del almuerzo familiar y la comida de la abuela que tanto criticabas y tanto te gustaba para disfrutarte en soledad, antes de que lleguen todos los demás. Después llegaban y yo me aseguraba celosamente estar a tu lado. Agarraba el banquito blanco y me sentaba al lado de la punta, tu lugar en el mundo. Yo iba mirando y espiando a ver quiénes llegaban y dirigía los movimientos cautelosa y disimuladamente para ganarme el lugar. Con el tiempo fue costumbre y quedamos los dos arrinconados. Si había que saltar a defenderte en alguna o taparte y segundearte en una de tus bromas pesadas, al menos codo a codo lo haríamos. Y después lo de siempre, miradas cómplices, peleas amorosas y mimosas chicanas. “A palabras húmedas, oídos desenchufados”. No me quiero olvidar ninguna de tus frases. Ayer cuando hablamos mediante los pocos gestos que podías hacer pensaba exactamente en eso, sin tener la menor idea de este desenlace. Quería que me tararees algunas de esas misteriosas canciones “larai la liralai…” o que me pelees por los aros y la barba desprolija. Lo pienso y se me congela el pecho y me arrebatan las lágrimas, pero creo que nunca voy a olvidar muchas de tus simples cotidianeidades, como cada vez que se habla de pastel de papas y recuerdo tus desilusiones cuando llegaban con azúcar y pasas, o cuando me compro alguna baratija y me acuerdo cuando te conseguías los aparatos más estúpidos e inservibles del universo pero vos los disfrutabas como quien no tuvo un juguete en toda su vida.

¿Y qué será de mis viajes al sur sin tus recibimientos y sin esas horas largas de mates, cartas, charlas y peleas con la abuela? ¿Te acordás el último recibimiento? ¡Te hice sentir joven por primera vez en mucho tiempo, eh! Me admitiste después que no entendías cómo hiciste para levantarte de la silla tan rápido y sin que te doliera nada. Creo que es temprano para saberlo, pero siento que voy a llorar cada vez que te piense, un poco por nostalgia y otro poco por alegría.

Esta vez te dejo ganar la partida, para que te vayas triunfante en tu sintonía, pero me quedo con el historial, las cartas y tu sonrisa. Siempre serás mi mago preferido y una de mis personas favoritas. Gracias por vivir todo este tiempo para tus nietos, como dijo la abuela el otro día. Y espero que estés practicando para ganarme allá arriba (aunque si leyeras esto último me dirías “qué allá arriba boludo” con tu divertido escepticismo, nos miraríamos cómplices y reiríamos).

Hasta siempre capitán!

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