
Sentido Sevilla
Estaba llegando un poco tarde, como de costumbre. Cenamos frituras de pescado en la calle Gamazo y yo me marché para el club de jazz que me había apuntado. Miré rápido en el mapa para ver dónde quedaba y fui a su encuentro. Andaba con nula batería, por lo que no pude más que averiguar en qué sentido se ubicaba. Las calles de Sevilla son divinas y todas guardan algo de secreto. Muchas me hicieron recordar historias, libros, películas, versos. Pasajes infinitos, curvas insospechadas, balcones que se hablan, fachadas disímiles y disparejas con goce rústico y letargo rutilante, vecinas que se asoman entre las sábanas que cuelgan, los muchachos del bar de abajo y sus gritos alegres, la guitarra flamenca en el retrogusto y el bacalao impregnado en los azulejos. También son algo traicioneras y pueden acabar por ser un infierno cuando uno anda con prisa. Son retorcidas, complicadas, impredecibles. Son como un conglomerado de puertas aleatorias en las que cada una cumple su rol de abrir paso a distintos misterios. El problema está cuando uno ya no busca resolver tramas y desandar melodías en el camino. Por eso las maldecí tanto esa noche, no quería juegos; sólo me apetecía un poco de jazz para calmar mi nueva sed y volver al hotel para descansar y pasear de nuevo. Cuando llegué al Naima, cargado con todo el trajín del día además, pude ver por la ventana que no había show. Me desilusioné un poco, pero había bastante gente fumando en la puerta, lo que me daba un indicio, pensaba, de que probablemente el show estaba dándose unos minutos de descanso. Me quedé afuera yendo y viniendo, relojeando el interior del bar por si acaso arrancaba la música. Iba y venía con un poco de vergüenza entre las conversaciones de los fumadores de afuera. Uno de ellos me llamaba poderosamente la atención. Tenía la típica cresta punkie de los 90, bien puntiaguda y retobada, con puntas rojas, remera negra y gastada de alguna banda moribunda y decadente, jean claro viejo y borcegos también negros. Su postura era la del líder de la manada, sus gestos iban en la misma dirección. Con su vaso apoyado en el auto rojo que estaba en frente al bar, en un momento le escuché insinuar que tocaba la batería y deduje que efectivamente había show y que estaba en pausa. Solo me hacía dudar su cresta. Ese peinado estridente, desprovisto y desafiante tocando jazz me sonaba de lo más contradictorio (también contraproducente en cierto punto) pero estamos en España, todo puede pasar.
Y de repente el show empezó. Sin cresta. Entré sin dudar y fui directo a la barra. Pedí una caña y un lugar para cargar el teléfono. Había una mesa alta libre con enchufe cerca así que me acomodé ahí. De repente, se aparece el tipo de la cresta y todo modoso y sencillo me pregunta si me molestaba que él y su amigo también usaran la mesa. Desde ya que no me preocupaba en lo más mínimo. Me dió la mano débilmente y se presentó. No recuerdo su nombre. Tengo una negación con los malditos nombres, son extraordinariamente pocas las chances de que retenga ese tipo de información. Así y todo, cualquier nombre o identificación sería insuficiente frente a la magnitud clasificatoria y cosificante de su peinado. Me contó que la mujer que tocaba la batería era su profesora y hablamos unos segundos de nuestro adorado instrumento hasta que volvió a salir para fumar. Llevaba un tono lento y adormecido, y sus respuestas venían siempre cargadas de un delay incomododamente perturbante. Era como una especie de corte en el tiempo cada vez que parecía recibir el estímulo de la palabra. Sentía que hasta sus pelos se paralizaban antes de cada frase. Me gustaba su personalidad, era muy rara, desquiciada. Tenía al menos dos personas yuxtapuestas dentro de sí y su mirada era profunda; por momentos delicada y amena, por momentos una violenta tortura. Yo seguí admirando el espectáculo musical, que no estaba nada mal. De hecho, creo que era de bastante nivel. Pasaron algunas canciones y el muchacho de la cresta volvió a entrar. Esta vez, frenético y como perdido divertidamente en una idea que se le acababa de ocurrir. Se acercó directo a mi, me tomó del brazo y me dijo “nos vamos a otro lugar, venga va, te queremos invitar una cachimba”. La sorpresa sumada a mi no capacidad del no, virtud que cada vez admiro más en las personas, lograron que en cuestión de unos segundos esté afuera, listo para ser llevado a donde a estos dos forajidos se les ocurriese. Cuando dijo “cachimba” le repliqué “¡¿una qué!?”. Trató de explicarme bajo los efectos de su sedación esencial pero no hubo caso; se dio por vencido y me pidió que espere que ya iba a ver lo que era una cachimba (y me afirmó que de seguro sabría de qué se trataba). Algunos temores se pasearon por mi cabeza, me desconcertaba un poco el nombre que tenía la susodicha. Cachimba. Ca-chim-ba. Tres sílabas poéticas y fácil rima; cero idea de su posible existencia. Le pregunté cabizbajo, por simple curiosidad, si llevaba estupefacientes y me dijo que no, nada más alejado. Se tomó esas milésimas de segundo mortíferas para responder y me lo dijo con su mirada taciturna, a la cual ya me estaba acostumbrando. Por supuesto que desconfíe totalmente de su respuesta, pero ya estaba adentro del plan, no había escapatoria.
Pensaba ver un poco de jazz en Naima y seguir en otro lugar, también en la Alameda, que supuestamente tenía jam sessions los Viernes, pero bueno, no estaba mal conocer alguien de Sevilla y vivir otra experiencia. En la puerta nos esperaba su amigo con una caja de cartón chica de leche. La primera imagen que tuve de él fue de lo más bizarra. Tenía tanto aspecto de metalero pesado como de vagabundo y ex convicto. Poco más que metro sesenta y ocho, aparente pelada cubierta por la capucha de la campera, chiva solitaria de unos doce centímetros, rubia, espesa, sedosa y cautivante. Se la pasó acariciandola toda la bendita noche. No era para menos. Llegué a conocer el patrón de sus movimiento. La agarraba con toda su mano izquierda, arqueaba el labio inferior hacia arriba inflando el superior, la estiraba dos veces torpemente y después rascaba dejando caer láminas putrefactas de caspa a donde sea, estiraba una vez más pero esta vez acariciando parte de sus mentones y relajaba. Sobre el final de la noche confirmé lo que había sospechado en ese principio, era adicto en recuperación. Ambos lo eran, solo que Cresta no parecía estar llevándolo muy bien. Tenía tatuajes en los dedos de las manos, uno de ellos una cruz con un nudo en su base, que me llamó bastante la atención. Imagino que estará relacionado con la historia de Sevilla y su símbolo No-Infinito/Nudo-Do, que simboliza el no abandono del pueblo a su querido – también odiado – Rey Alfonso X. Cuando me apretó la mano, algo encorvado y más sumiso de lo esperado, gesticulando dos veces con la cabeza hacia arriba y hacia abajo con golpes cortos, me miró a los ojos y me dijo “benvenuto ragazzo”. Intenté responder en italiano pero rápidamente me aclaró que no era italiano. Qué tipo raro, pensé. En algunas cosas me hacía acordar a mi. Su aspecto parecía ocultar y querer mutilar a un niño tímido y juguetón que no busca más que una mirada de atención. De golpe tomó las riendas del asunto y nos explicó que antes de la famosa cachimba íbamos a tomar un trago turco que conoció cuando vivía en aquel país. Quería que Cresta lo probara por alguna razón que desconozco. Entró él primero caminando con los brazos abiertos y rígidos hacia adelante, con los puños cerrados, como creyéndose en un filme británico de posguerra. Cresta se sentó frente, de espaldas a la barra y la caja, y velozmente me hizo señas de que ocupara mi lugar.
Tomás, como creo recordar que se llamaba chiva, ordenó el trago. Miró la carta estúpidamente y gritó al camarero para que le traigan un raki, que “se pronuncia rakjjj, marcando bien el final y achicando al mínimo el espacio entre el labio superior y la nariz” como me marcó no sin desdén cuando atiné a preguntarle qué era el raki. Antes de que lo trajeran, me detuve a observar un poco el lugar mientras ellos se reían de chistes internos o de cosas que ellos tampoco entendían. Era de lo más bizarro, supuestamente muy turco. Oscuro, todo forrado de terciopelo rojo, incluso el piso, vacío y con camareros apoyados sobre sus codos mirando triste e impacientemente hacia afuera. Tenía un dejo de aire familiar, de ese que se respiraba en los bares que frecuentaba tu padre cuando niño pero que una vez pasada la etapa ideal solo alberga nostalgia y hálito decrépito. El trago era espeso, delicado y blanco de toda blanquedad. Tomás se relamía, pero ni bien llegó me aclaró que hace un año estaba limpio. Yo dudé, otra vez, de lo que decía. Pero notó mi escepticismo y aclaró que no se refería a su aspecto, “llevo un año sin tomar nada. Ni alcohol…”. Pensé en lo tortuoso de semejante empresa y me juré disfrutar de la bebida. Cresta estaba a punto de probarlo, eso era lo que excitaba a Tomás, creo. Se lo llevó a la boca en un movimiento rápido pero sensual y etéreo. Tomás se inclinó hacia él con una prometedora sonrisa. Tenía los ojos exaltados, el brazo izquierdo en jarra sobre su muslo y el derecho, cuando no, masturbando su barbilla. De no haber sido por el lugar en que nos encontrábamos, diríase que estaba por conocer una de las maravillas del mundo o la Patagonia. Estaba peligrosamente excitado, la boca se le arqueaba como a punto de recibir la ablución. De repente hizo un gesto de malestar supino, su cara se transformó. Una mezcla de sorpresa, ira y decepción recorrió sus venas. Cresta había degustado el estupido trago y no se le ocurrió mejor idea que asquearse e intentar escupirlo. El otro empezó a recriminarle cosas y le ordenó repetir el sorbo. Cresta parecía no poder soportarlo. Aludía una estrafalaria concentración de alcohol y toneladas de azúcar, lo que hacían imposible su bebida. Me instó a probarlo a mi. Yo un poco temeroso de su reacción y otro poco intrigado, no dudé en responder a su invitación. Los tres camareros que parecían hermanos apoyados sobre la barra que daba a la cocina miraban el espectáculo como si se tratara de un evento horrorosamente brillante. Miré de reojo a Tomás pidiéndole compasión con la mirada en caso de que repita la reacción de Cresta y ¡chas, adentro! No estaba mal, es verdad que era fuerte fuerte, pero al tener tanto azúcar contrarrestaba la quemazón. Supe que mi reacción fue amable y amena apenas levanté la mirada y di con el ejemplar de chiva y piernas chanfleadas. El anís preponderaba por sobre todas las cosas; pensé que podía tener absenta, pero él rápidamente me corrigió. En realidad él tampoco sabía a ciencia cierta qué traía ese trago, solo que le recordaba buenas (quizás las mejores) épocas en Turquía. Le dejé el vaso a Cresta, que tuvo que hacer esfuerzos inhumanos por terminarlo. Llegó a ofrecerle en repetidas oportunidades a los meseros turcos que esperaban que lo terminase para cerrar el lugar. Ellos rechazaban la propuesta y sonreían. Tomás arengaba para que de una buena vez se lo tomara. Cuando acabó, después de gritos eufóricos por cada trago y contracciones musculares de brazos con cara de desquiciado repetidas, algo inesperado sucedió: se empezaron a prender y apagar las luces y los camareros desaparecieron al instante.
Unos segundos después, en medio de nuestra confusión (aunque Tomás parecía estar disfrutando), se aparecieron con una suerte de panderetas y empezaron a girar alrededor de Cresta, practicando una especie de ritual o algo así. Cresta tenía los ojos llorosos, como de emoción. Sentía poder de alguna manera, quizás el que tanto tiempo anheló y nunca supo conseguir y por eso acabó así, sumergido en la idiotez de una mente que ya quedó atrofiada. Sonreía y giraba incrédulo con un puño cerrado en alto. Yo le explicaba a Tomás, que lo veía y disfrutaba genuinamente, que siempre pensé que el poder era en última instancia lo que guiaba nuestros actos y nuestras mezquindades, que en definitiva la vida misma es una búsqueda de poder para contrarrestar ese poder natural o divino que es la muerte. Me miraba sin entender un carajo y yo sonreía de felicidad por dentro. Duró poco igual, hasta que volvieron las luces a la normalidad y nos fueron arrinconando hacia la puerta. El ritual no era más que una forma de echarnos. Posiblemente lo hubieran estado planeando entre cuchicheos delante de nuestras narices. A Cabeza se le subió el poder a la crest… digo, a Cresta se le subió el poder a la cabeza e hizo lo que cualquier magnánimo hubiese hecho, enojarse y dar órdenes. Pero los turcos parecían decididos a terminar su jornada laboral, así que Cresta manoteó una carta y se las revoleó infeliz e ineficazmente no logrando más que unos centímetros de vuelo. Lo agarramos y lo sacamos para afuera; a mí lo único que me importaba era saber qué tenía ese trago. Pregunté como último recurso y fui respondido contundentemente: es el licor nacional de nuestra tierra, pero nosotros lo preparamos de manera especial, secreta. Claro, pensé, y empecé a dudar de una posible complicidad de Tomás y los turcos para lograr no sé qué. Eran cerca de la 1 cuando nos fuimos (o nos fueron). Encaramos hacia la dulce cachimba, me volvían las dudas y los temores acerca ya no solo de su composición y esencia si no también de su real existencia.
Fuimos caminando por la Alameda. En realidad, yo caminaba; ellos sinceramente no sé qué es lo que hacían. Iban sin desparpajo, libres, exagerando cada uno de sus movimientos. El uno revoleaba los brazos, el otro las piernas como si en cada paso estuviese aniquilando parte de este mundo triste y enfermo. Todo era un acto de rebelión anárquica. Y se les notaba en la mirada especialmente. Yo iba un poco separado, admirando ese espectáculo y con un poco de vergüenza por ser visto con semejantes especímenes. Siempre siento que la gente mira lo que hago, la mayoría de las veces no es así, pero esta vez juro que lo hacían en serio. Encima ambos usaban tiro bajo, lo que favorecía ese dejo de displicencia y desidia tan llamativo (a menudo chocante) para cualquier presa de normalidad ciudadana. Cresta llevaba un folleto en el que supuestamente se nos concedía un descuento para consumir su mentada cachimba. Lo iba flameando patrióticamente y se lo mostraba entusiasmado a Tomás, que cerraba los párpados lentamente y movía la cabeza de lado a lado indignado o resignado mordiéndose los labios inferiores. El folleto no decía nada, yo lo miré. Solo era una publicidad de esas engañosas de un restaurant árabe, pero nada más. Ni descuento ni cachimba ni mierda. De repente se paró frente a una de las numerosas mesas que acariciaban la calle en la vereda y preguntó por el bar del folleto, en el que vendían la cachimba. La pareja le respondió casi al unísono que no sabían dónde era ese en puntual, pero le señalaron uno a unos metros en el que se podía conseguir. No dudó un segundo. Nos arrastró hacia ese tal lugar, y en efecto, yo conocía lo que era una maldita cachimba. La desilusión fue trepidante, supina. Temeraria. Mi cabeza se había preparado para cualquier cosa que pueda romper con lo rutinario y lo conocido.
A Cresta todavía le quedaban algunos escándalos por presentar. Uno de ellos fue sublime. Iba y venía de la barra del bar a la de las cachimbas, que estaba afuera, tratando de arañarle unos euros al precio. Hasta que uno de los sujetos que atendían se cansó y le enchufó una manguera en la oreja. Nadie supo qué es lo que quiso hacer, pero todos reímos. Desde ahí la noche de Cresta mutó hacia algo más turbio y espeso. Sus reacciones eran todavía más lentas pero más violentas. Cuando Tomás fue al baño, ya con la narguila (me permito decirle ahora su nombre real) en la mesa, y quedamos solos, temí incómodamente ante cada silencio, ante cada respuesta. Estaba como aturdido, absorto. Yo pensé que estaba planeando algún tipo de venganza, pero me equivoqué. Minutos más tarde me daría cuenta de qué era lo que tramaba. Tomás llegó y seguimos hablando de Argentina. Creo que los sevillanos tienen algo con nuestro país; no sé si es por el hecho de que haya muchos argentinos viviendo allí o simplemente curiosidad de mundo. Tal vez es mera gentileza y un intento por devolver el verborragico interés por conocer cómo viven los ciudadanos de cada lugar que traduzco en preguntas variopintas y casi esquizofrénicas. Me preguntó puntualmente sobre la Patagonia, sobre las mujeres y sobre las drogas. Yo le respondí todo lo que sabía, y lo que no también, desde ya. Cresta no participaba de la charla, pero miraba. Reposaba su vista en un punto de fuga lejano, inalcanzable, pero una chispa se veía arder en sus entrañas. Tomás percibió algo, y por eso le consultó por tercera vez si se encontraba bien, a lo que respondió con más ahínco que en las anteriores dos “no estoy bien, sabes que no estoy bien. Veo todo verde” acompañado de un movimiento bastante psicótico, en el cual chocaba codos, ponía las palmas hacia arriba y los dedos bien estirados, sacudía los ojos hacia dimensiones elevadas y después terminaba agarrándose la cabeza. Tomás le explicó que era por las luces del lugar, que eran de neón y de colores, de esas que uno ve y automáticamente empieza a emanar aceites por sus poros. Pero no había caso, no iba a entenderlo y salir de su sensación ni aunque le prometieran un proceso anarco-sindicalista en Sevilla como aquel de Cataluña entre guerras. Y yo también empezaba a ver verde, o a contagiarme de esa sensación de estar viendo otras realidades. Pasaron unos minutos y Tomás se paró de nuevo, esta vez iba a buscar un cigarrillo, ya que mi tabaco no le sentaba bien, le parecía débil e inocuo. En eso, Cresta aprovechó para largar lo que venía digitando en soledad en su mente singular y caótica. Se acercó a mi controlando que nadie estuviera viéndolo, me miro fijamente y con la convicción de las montañas y me dijo “nos vamos a la comisaría”. Cuando Tomás fue al baño, uno de los intercambios había sido sobre el mencionado lugar. Él, después de mirar con sangre en los ojos por unos segundos, me señaló el edificio que estaba del otro lado de la Alameda, que supuestamente era una comisaría. No entendí a qué venía pero le pregunté si alguna vez había estado en alguna. “Ja – rió con orgullo- algunas veces, pero poco tiempo”. No quise saber más. Lo que me sorprendió es que haya sido aquel el disparador para su absorción espiritual de esa noche. Qué débiles somos ante algunos estímulos, qué rápido sucumbimos y nos enredamos en un mar de espejos rotos y perversos, pensé. Tampoco supe cómo tomar su invitación (¿debo decir intimación?) a penetrar en el reducto policíaco. No pude ni decir una palabra porque en lo que él demoró en formular su mensaje Tomás ya estaba de vuelta y Cresta me miraba como instándome a no decir una sola palabra del plan por mi propio bien. Pero claro, de ahí venía todo. Lo estuvo meditando sigilosamente mientras hablábamos de la Patagonia y esperó el momento exacto para lanzarnos al, ahora nuestro, cometido. Así fue como, cuando Tomás desapareció por entre las mesas de adentro, me tomó del brazo y salimos corriendo.
Por suerte habíamos pagado antes la asquerosa e inerte cachimba porque no era propicio seguir sumando antecedentes antes de caer en una comisaría. Tomás logró vernos y vino corriendo a toda prisa a nuestro alcance; y con cara de exuberante felicidad nos gritó preguntando qué hacíamos, si nos habíamos vuelto locos. Cresta le contó el plan así como así mientras seguía corriendo y el otro, chocho, se sumó saltando con júbilo adolescente. Corrimos unos 67 metros y chocamos con la realidad: la comisaría estaba de guardia, si es que así se le llama cuando está operativa pero solo para emergencias. Por lo tanto, para entrar había que hablar con un oficial y explicarle en detalle el asunto. Nos agarró un oficial alto, de canas prominentes, bigote blanco, mirada benevolente y aspecto cansado. No tuvo tiempo de demostrar sus amabilidades porque apenas consulto qué nos traía por ahí, Cresta levantó los dedos medios en su cara y lo escupió. Yo quedé atónito, aturdido, ensimismado y perdido en el arco narrativo de este singular personaje al que conocí de raros pero hermosos modales. El policía sacó su porra y eso fue lo último que recuerdo con certeza de aquella noche. Yo después creo haber despertado en la sala del hotel donde me alojaba con mi familia en el 17 de la calle Aguilas, cerca de la Plaza de San Ildefonso. Mi mamá iba y venía escandalosamente echando culpas por todos lados; mi hermanito pavorido la contenía infructuosamente. Indilgaba muchas responsabilidades en el hotel y la hacía cargo puntualmente a la recepcionista, o eso parecía. Yo no entendía mucho lo que estaba pasando, solo atiné a comer el caramelo que me habían dado. Estaba entre mareado y grogui. Mis ojos no me acompañaban fielmente en mis intentos de movimientos, iban con una suerte de atraso en la respuesta. Mi cuerpo estaba bien, o eso creía. Sentía un dolor grande en la espalda, como si me hubiese tirado o caído de algún lado, pero lo achaqué a mis problemas estructurales. Miré el reloj buscando entender a qué alturas de la mañana nos encontrábamos pero el único que tenía cerca marcaba mal el horario, con varias horas de retraso. La recepción del hotel era fabulosa, se parecía a uno de esos antiguos palacios árabes y me recordaba mucho al Alcazar. De hecho, por un momento pensé que estábamos en el palacio del Rey Don Pedro que había visitado hace pocas horas pero asumí estar equivocado y confundido por el golpe que imaginé habría sido en la cabeza, aunque esta última no me aquejaba en lo más mínimo. Es que además había una fuente en el medio y de repente vi posarse sobre ella la figura de Alfonso X en una suerte de holograma. Mi familia había entrado a un cuarto cuya puerta estaba laminada en cerámicas cargadas de mensajes otrora indescifrables, todos escritos en árabe. Uno de ellos lo supe identificar, decía algo así como “oh confianza mía, o esperanza mía, tú eres mi esperanza: tú eres mi protector, sella con la bondad mis obras”. Ni siquiera podía comprender cómo había logrado leer eso; ya me estaba poniendo paranoico, cuando de repente oigo voces de mujer que gritan mi nombre en árabe en la puerta que daba exactamente frente a mi. Había un cerrojo en esa puerta, por el cual se podían ver algunos pares de ojos asomarse, todos tapados como por velos oscuros y con una apariencia dulce y mortífera. Me incorporé del susto y aparecí frente al espejo de mi habitación, sudado, solo y perplejo. Miré el teléfono para saber la hora y leí sin abrir un mensaje de número desconocido que rezaba “es hoy, argentino, nos encontramos donde dijimos”.
Facebook Comments